Érase una vez una pequeña comunidad situada en una comarca lejana, ubicada en las diásporas donde nació, creció y convertido en un señor muy aseñorado, llegó a ser conocido por todos como “Zapatito Blanco”.
Pero a pesar de sus éxitos, “Zapatito Blanco” no tuvo una infancia feliz. Su pasión, su obsesión, su vocación infantil era jugar con los “Mil Ladrillos”.
Su padre, egoísta e incomprensivo de los gustos de “Zapatito” se negó siempre a comprarle el infantil juego.
Mientras tanto “Zapatito” crecía envidiando – desde su palacio - a sus vecinos pobres que, a pesar de contar con medios muy inferiores, gozaban de las delicias de construir casitas con sus “Mil Ladrillos”. Incluso, los niños del barrio, unían sus juegos construyendo en forma mancomunada casitas y chozitas en las que habitaban imaginarias familias.
“Zapatito” fue alimentando un gran resentimiento en su alma: Además de nunca poder gozar de su propio “Mil Ladrillos”, tampoco podía vencer su asco de acercarse a esos otros niños que jugaban desprejuiciadamente en los alrededores de su castillo. Si bien esos niños nunca lo habían agredido de forma alguna – es más, ignoraban su existencia – “Zapatito” sufría de arcadas cada vez que veía su color despreciablemente oscuro. En verdad, eran muy extraños... eran como medio “negros”.
Así, “Zapatito” se hizo grande y, por ley sucesoria, fue “sheriff” de la comarca.
Su anterior ambición de niño – de construir casitas con el “Mil Ladrillos” se convirtió en un odio obsesivo a las casitas que sus odiados vecinitos construían con gran ingenio y trabajo.
Su obsesión varió: Ahora sería DESARMAR. Ese era su principio y su fin. Desarmar casitas. Cualquier casita, sea de madera, de chapas o de telgopor.
Para colmo ese color oscuro que tanto temor le infundía de niño ahora se había convertido en objeto de su “venganza”: Los negros pagarían sus sufrimientos. Era inadmisible que esos “oscuros” construyesen casitas humildes y no, castillos como el que él tenía.
Le resultaba intolerable – como sheriff – que esa gente oscura y esas casitas empañaran la panorámica vista maravillosa de la comarca, sobre todo, cuando era visitada por esos seres que para él eran resplandecientes, porque eran rubios, de ojos claros y tez blanquita, visitantes de grandes ciudades e importantes estados, que traían sus valores, sus culturas, sus pensamientos avanzados para dar bienestar a la inevitable “sub-especie” que habitaba la comarca.
Nunca alguien fue tan “afanoso” en implementar un juego “Mil Ladrillos”. Pero el juego de “Zapatito Blanco” tenía dos características: Era a escala real y, a la inversa de lo que hacían sus vecinitos en su niñez, el juego no consistía en construir casitas sino, en destruirlas.
Muchos dijeron que estaba en sus genes, en su conciente e inconciente, en su alma, esta permanente diatriba de proteger a “naturaleza” para lo cual, estaba dispuesto a todo, incluso, a destruir “gente”.
Era una disyuntiva de hierro, una cruzada: el equilibrio ecológico o la humanización de los marginales.
Permitir armar mansiones a los truchos originarios (alguna vez corrió una versión de que “Zapatito Blanco” era un trucho originario) o desarmar las chozas de los truchos devenidos.
Esta cuestión sheakspiriana, sólo podía producir un efecto: los sin tierra, los sin casas, los nadies se organizaron para luchar por lo que creen son sus derechos y como contrapartida – apoyados por “Zapatito Blanco” - los “dueños”, los “ciudadanos” se organizaron para defender su fuero: Llegaron ANTES, y después de ellos, nadie puede aspirar a habitar la comarca de “Zapatito Blanco”. Ellos también son OCUPAS, pero eso sí, LEGALES.
Es una historia casi sin fin, donde “zapatito blanco” sueña y juega con sus NUEVO “Mil Ladrillos” , aunque la comunidad de la comarca le pide pan, paz y nada de “leña”.
(Cualquier similitud con situaciones, acontecimientos y personajes de la realidad, es pura casualidad)
FIRMA: ROBERTO CARLOS PEREZ.-
Vecinos que nos escriben a: sangrebarrial@yahoo.com.ar
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